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martes, 9 de abril de 2013

Fusilamiento de los Carrera, por el fray Benito Lamas


El 8 de Abril de 1818 , me levanté como de costumbre al amanecer, cuidadoso por la suerte de las armas de la patria. Había tenido lugar el desastre de Cancha Rayada, y los patriotas americanos recelaba
Carrera, que debían ser fusilados dentro de dos horas, Nos presentamos a estos dos desgraciados y les manifestamos el triste objeto de nuestra visita. Entonces ellos prorrumpieron con violenta exaltación en amarguísimas quejas, exclamando que cómo se fusilaba, sin más plazo que el de dos horas, a patriotas a quienes la independencia americana debía tanto, que habían sido de sus primeros campeones agregaron que dos horas era plazo limitadísimo para que pudieran prepararse a morir hombres que, como ellos, tenían que arreglar antes de dejar este mundo, tan complicadísimos negocios; que no se confesarían si no se les alargaba ese plazo, y en nuestras manos dejaban su salud espiritual, para que intercediésemos con el gobernador intendente a fin de que les concediese algunas horas más. Yo y mi compañero Hinostrosa no pudimos menos de prestarnos al servicio que nos pedían; y nos trasladamos a casa del gobernador intendente. Le dimos cuenta de nuestra misión. Parece que aún le veo. Era un hombre de - pequeña estatura, de cuerpo erguido y de rostro altivo. Después que nos escuchó, llamó al escribano Barcala, padre del pardo don Lorenzo Barcala, que se distinguió después en la guerra:
—Vaya usted, le dijo, con este reloj, y sacó él que tenía en el bolsillo, a la cárcel, en compañía de los padres que están aquí: cuando entre usted a ella, ábralo y vea el punto de la hora que marca el minutero, y dos horas después haga que sean ejecutados los Carrera. Por consideración a los padres no pongo en cuenta los minutos que, han trascurrido desde que se les hizo la notificación hasta este momento en que doy esta nueva orden: Padres, cumplan con su deber como yo acabo de cumplir el mío.
Sin duda los hermanos Carrera habían tenido cono- cimiento de la victoria de Maipú y procuraba ganar tiempo, en la esperanza de que, sabido en el pueblo de Mendoza el triunfo del ejército patrio, en el que había multitud de hijos de esa provincia , como que en su seno se había organizado, todas las familia se reunirían para pedir al gobernador gracia por sus vidas.
Llegamos a la cárcel y el escribano Barcala cumplió exactamente la orden de Luzuriaga. Los hermanos Carrera pidieron entonces el que se les señor Novoa, abogado, de quien eran amigos nos. Vino solícito y con él acordaron 106 principales puntos de su testamento. Pocos momentos después salió Novoa apresuradamente a la calle. Fué a mover al cabildo de Mendoza para que en cuerpo intercediese con Luzuriaga por el perdón de los Carrera. El cabildo se prestó a los deseos de Novoa, pero nada consiguió.
En este intervalo trataron de introducirles una botella de ron. Me opuse a ello porque en el estado de irritación en que se encontraban, ella hubiera hecho daño al decoro de su cuerpo y a la resignación de su alma.
Los dos hermanos, que habitaban un mismo calabozo, el primero de la cárcel fueron separados, pasando don Luis a tener su capilla en el número 2. Me tocó confesar a éste. Estaba muy indignado contra la repentina orden de su muerte, en el mismo momento en que se levantaba radiosa la aurora libertad de la patria, objeto de sus desvelos y sacrificios. No quería confesarse:— Don Luis, le dije, usted ha nacido en una familia cristiana, y se ha criado en ella en los principios de nuestra religión; no usted de, ellos en el último momento de su vida. En la desgracia en que usted se encuentra, todavía la providencia se muestra misericordiosa para con usted.
¿No lo advierte usted?- Si en el desafío que tuvo usted con el general Mackenna a que tuvo usted la suerte de dejarlo muerto, hubiera usted quedado en su lugar, ¿cómo se habría presentado, su alma a su creador? Bañado en sangre, rencoroso, sin la contrición y sin la absolución que salva. Diego lo mismo respecto de los otros lances de su tempestuosa vida en que usted ha podido perecer, o bajo el puñal de un asesino pagado por sus adversarios políticos, o herido del hierro o del plomo de los combates. Hubiera usted muerto inconfeso; poro hoy, desde este calabozo, y cargado con esos grillos, usted puede descubrir el reino de la paz eterna. No tiene usted más que querer y sus puertas se abrirán. No es necesario que usted haga una confesión minuciosa; esto sería imposible en este momento; no necesita sino que usted deposite en mi las culpas que le vengan a la memoria y lo haga con la contrición del que necesita el perdón de su Dios, en cuya presencia estará dentro de muy Poco.
Estas y otras palabras que le dije con toda la caridad que se requiere en estas cosas, calmaron su inquietud acerba, y el hombre que a la par que su hermano, pocos momentos antes prorrumpía en imprecaciones y recorría su calabozo delirante, como si sus pies no hubiesen estado cargados con pesados grillos que los oprimían, se arrodilló ante mí con humildad cristiana, me confesó sus pecados y recibió mi absolución. Me encargó entonces que escribiese a su padre su fin desastroso, que lo consolase y que le recomendase que si llegaban a Chile unos soldados que habían sido sorprendidos en el acto de quitarles los grillos para que se escapasen, que los recibiese bien y los regalase, que habían padecido por amor a ellos.
Cuando don Luis terminó su confesión, llegó nuestros oídos el altercado en que estaban aún su hermano Juan José con los eclesiásticos que le habían sido destinados para que los auxiliasen. Se resistía tenazmente a confesarse, y ellos, especialmente el padre dominico Pedernera, no atinaba con los medios de convencimiento evangélico que conmueven el corazón del pecador. No era aquella una discusión de paz sino disputa de odio.
—Don Luis, le dije, ahora que el alma de usted se ha descargado del peso que la abrumaba, piense en su pobre hermano. ¿Me permite usted que tome su nombre para decirle a su hermano que se confiese como usted? Don Luis accedió a ello con satisfacción. Me dirigí al calabozo de don Juan José y le dije:
—Señor, no tengo el honor de conocerle, y le saludo por la primera vez y, sin embargo, vengo a pedirle un gran favor.
—¿Qué favor puedo yo hacerle, me contestó, que no encuentro favor en nadie?
—Si en su mano está, proseguí, y más cuando invoco para ello el nombre de su hermano don Luis; haga usted lo que él ha hecho, confiésese.
—¿Pues que mi hermano se ha confesado? Me interrumpió.
—Sí, le dije, se ha confesado y me envía a que le ruegue en su nombre que lo haga. Vea usted la imagen de su salvador, que le extiende ambos brazos. Don Juan José bajó los ojos al suelo y parecía amansado y dispuesto bien, cuando entró al calabozo con voces descompuestas el padre Pedernera, gritándole que se iban los momentos, y que mirase a su Dios, que traía en la mano.
Don Juan José miró al crucifijo que él le mostraba, y le dijo:
—Padre, ese no es Dios en imagen—Y volviéndose a mí: No puedo, padre, confesarme estos hombres me exasperan. —Tuve que retirarme porque no estuviese solo don Luis, y después de haberle referido al mal éxito de mi empresa, le añadí: —Cuando nos llamen y usted se reuna con él en el patio, acérquesele y haga que así como han andado siempre juntos en la vida, no se separen en este trance final, sino que los dos mueran del mismo modo en él Señor. Pocos minutos pasaron y el oficial vino a avisarnos que había llegado la hora. Salimos al patio y don Luis hizo 19 que yo le había pedido. Se paró en su marcha, dirigió la vista a su hermano y le dijo: —Hermano mío, nacidos de un mismo vientre, criados —bajo de un mismo techo, compañeros de una misma esperanza, en unas mismas aventuras de glorias y de peligros; no nos separemos en la hora de morir; muere como yo, como cristianó, confiésate, como yo me he confesado. —Lo mismo hubiera hecho yo, exclamó don Juan José marchando, pero estos hombres (y miró a sus confesores) me han irritado tanto que me han quitado la voluntad de hacerlo. Siguió la lúgubre comitiva hasta la plaza principal, donde esperaban los dos banquillos; Don Juan José seguía quejándose en alta voz y don Luis me decía que en aquel momento no sentía otra pena que ver a su hermano de aquella manera.
Al llegar al sitio del suplicio, me dijo don Luis:
—Venga usted a mis brazos por la postrera vez, mi amigo.-Sí, le dije, pero antes abrase usted al mejor de los amigos, a Jesucristo,—y le puse contra el pecho mi crucifijo.—Ea, proseguí, aproveche usted este instante, corra a su pobre hermano y dígale al oído alguna de aquellas palabras que sólo sabe pronunciar el amor de un hermano, para que dé a este pueblo cristiano un ejemplo de piedad, confesándose junto al mismo banco de su muerte. Don Luis corrió hacia su hermano y abrazándole le habló al oído y triunfó de su resistencia; Volvió lleno de contento a mí, mientras el otro se arrodillaba ante el padre Pedernera y le confesaba sus culpas. La ejecución se suspendió, mientras don Juan José hacía su confesión, no ejecutándose a don Luis, a petición suya, hasta que ella terminase y pudiese morir a la vez.
Don Luis vuelto a mi, pareció dudar un momento y me dijo: —Padre, no sé si habré h


echo mal para decidir a mi hermano le he hecho valer algún motivo humano. No importa, le contesté, la imperfección- del instrumento; el fin ha sido santo. Entonces él prosiguió:—Si pudiera arrancarme el corazón y dárselo a usted corno prueba de mi gratitud, lo haría. Ojalá pudiera disponer de lo que tengo sobre mi cuerpo, pero en mi calabozo hai dos camisas de bretaña fina, tómelas usted como recuerdo mío. Don Juan José había acabado de confesarse. Se dió la señal y la escolta hizo fuego. Don Luis quedó muerto a la primera descarga; no así su hermano, que luchó mucho tiempo con la muerte, Sus inhábiles ejecutores le apuntaban y acertaban mal. Al fin, después de muchos tiros, expiró, pronunciando el dulce nombre de Jesús! El acto se había prolongado insensiblemente. Habían trascurrido más de cuatro horas en vez de las dos que marcó el gobernador. Cuando ardió el último tiro sobre el cuerpo de don Juan José Carrera, eran ya las oraciones. Yo volví todo perturbado al calabozo que había sido mansión de las dos victimas, a recoger mi sombrero No encontré nada de lo que me había legado don Luis; todo había desaparecido en manos de sus guardias.
Los dos hermanos eran de gallarda presencia, de modales finos y de educación esmerada. Don Luis, que era el menor de los varones- de su casa, era el mejor mozo de todos ellos, y según me cuentan, se había hecho notar por su serenidad en los combates. Era oficial del arma de artillería. Marcharon al suplicio de chaqueta y pantalón, vestidos modesta, pero decentemente.
Al otro día llevé a don Toribio Luzuriaga mi carta para el padre de don Luis, en que le daba cuenta de las últimas voluntades éste. Se la presenté abierta y él me contestó: Esta bien, déjemela usted, yo cuidaré de enviarla.

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