LA VICTORIA DE CHACABUCO
Por DOMINGO F. SARMIENTO
12 DE FEBRERO DE 1817
LA VICTORIA DE CHACABUCO
Por DOMINGO F. SARMIENTO
12 DE FEBRERO DE 1817
Un día pasa todos los años precedido y seguido de otros días; si en algo se distingue de los que anteceden y suceden, si el habitante de Chile fija por un instante en él sus miradas, es sólo por las frías fórmulas con que se representa el regocijo público, como las viejas religiones sustituyen la pompa de ceremonias emblemáticas, a los grandes recuerdos que no mueven ya el corazón de los creyentes. Algunas salvas en las fortalezas, algunos pabellones flotando en lo alto de los edificios, he aquí todo lo que, recuerda un día que debiera ser tan caro al corazón de todo chileno. La fría fisonomía de los ciudadanos corresponde también a la alegría decretada, como la de la virgen a quien un sórdido cálculo de familia une al esposo que su corazón no ha elegido, con los atavíos nupciales sobre el cuerpo y el disgusto reconcentrado en su pecho, coronada de guirnaldas la cabeza y el pesar pintado en su semblante. El extranjero que nos observa, creería los hijos de los españoles vencidos en aquel gran día, fastidiados de ver repetirse un recuerdo humillante y odioso. Veinticuatro años han transcurrido apenas, desde que aquel memorable día alumbró en Chacabuco un combate de vida o de muerte para la Independencia americana, y ya ni se mentan los nombres ilustres que lo inmortalizaron. ¡Ah! ¡Los pedruscos que cubren aquel suelo sagrado, no han conservado las manchas de la sangre patriota que los salpicó, y el cóndor de los Andes ha dejado de revolotear en tomo de ese vasto campo de carnicería en que el amo y el esclavo lucharon con furor!
Centenares de patriotas chilenos, huyendo de los horrores de la esclavitud habíamos traspasado los Andes en 1814, y conocido todas las penurias y todos los sinsabores que acompañan a una larga emigración. Un ejército al mando del general San Martín se aprestaba al fin a cruzar los Andes y traer a nuestra desgraciada patria la libertad perdida. Nosotros volamos presurosos a engrosar las filas del ejército libertador. ¡Ay! Entonces la República, la libertad y la patria se nos presentan radiantes y puras, como son siempre las concepciones del espíritu, cuando la experiencia no ha venido aún a sustituirlas con sus tristes realidades, como el frío invierno que nos enseña el monótono y desapacible ramaje del árbol, cuyo lozano verdor nos había antes recreado.
Chilenos y argentinos dejamos la ciudad de Mendoza el 17 de enero de 1817. Teníamos la cordillera al frente, y detrás de ésta estaba Chile, la patria querida, nuestras fanúlias y todas nuestras simpatías; los españoles en medio de nuestro entusiasmo y ardor, se presentaban confusamente a la imaginación como los puntos distantes de un paisaje que el pintor bosqueja. Mas, bien pronto principiamos a escalar con trabajos y padecimientos inauditos, la gigantesca, solitaria e interminable cordillera de los Andes. El hambre, el frío, el viento glacial que nos helaba la respiración, y la puna que agregaba su penosa angustia a tantos padecimientos, formaba la primera página de la terrible campaña que abría el ejército. La victoria de Marengo, que salvó a la Francia, tenia entre sus laureles el paso del San Bernardo. Mil historiadores han ponderado sus dificultades casi insuperables, y el gran capitán lo ha clasificado como uno de los prodigios que había obrado el ardor francés. ¡Y bien, el pasaje de la cordillera por un ejercito sin pretextos, sin tiendas, sin capotes, yace oscuro, y apenas una pluma le ha tributado un pasajero asombro! ¡El San Bernardo y los Andes! Un solo día de trabajos en aquél, y enseguida la risueña Italia con sus alegres campiñas, sus ciudades y sus encantos. Un día de trabajos inauditos en ésta, en medio de sus erizadas crestas, ¿y luego? ... la cordillera siempre, con su soledad espantosa, sus torrentes, sus abismos, sus laderas y sus precipicios; ¿y diez días después?..., la cordillera siempre, con sus nevados picos, cerrando el paso, coronada de nubes blanquecinas, amenazando por momentos sepultar para siempre entre sus desnudos e inhospitalarios peñascos a los audaces patriotas que osaban escalarlos.
Nuestro ejército, pobremente equipado, cansado de sufrimientos y extenuado de fatiga, descendió por fin en los días 7, 8 y 9 de febrero al' hermoso valle de Aconcagua, y los encuentros del mayor Martínez en la Guardia, y del teniente coronel Necochea en las Coimas, nos hicieron augurar un día de gloria para todo el ejército. Todo el valle estaba en nuestro poder el 10, y el 11 de febrero avistamos a los españoles en la cuesta de Chacabuco, cuyas cumbres coronaban gruesos destacamentos de infantería. Fue preciso vivaquear en presencia de ellos. ¡Noche de alarma y vigilia la del 11! La cuesta de Chacabuco se interponía, como una siniestra mampara, que oculta a nuestros ojos la fuerza verdadera de los españoles, los destinos de América y la suerte futura de Chile. Los jefes argentinos y chilenos, bajo un exterior severo e imponente, ocultaban todo el sobresalto, que les inspiraba el desenlace de la batalla del día siguiente. Soldados inexpertos y bisoños, iban a medir por la primera vez sus armas con aquellos viejos batallones españoles que hablan humillado en Europa las altivas águilas de la guardia imperial de Napoleón. Si un desastre era el triste resultado de tantos esfuerzos, los argentinos velan consolidarse la dominación española a su lado y expuestos los flancos de la nueva República, mientras que sus fuerzas contenían apenas los ataques de los realistas por el Alto Perú. Los chilenos del ejército, si salvaban de la refriega, tendrían que decir adiós para siempre a la patria que volvían a ver, y a sus sueños de libertad e independencia; y para unos y otros, la muerte honrosa en el campo de batalla, era preferible a caer prisioneros y ser tratados como insurgentes. Los gauchos que formaban el valiente regimiento de granaderos a caballo, tendían con desasosiego sus miradas por ese horizonte estrecho y limitado por todas partes de cerros, echando de menos aquellas inmensas llanuras de su tierra, donde el cielo está pegado a la superficie, donde el sol sale y se entra por entre los pastos y matorrales, y donde no hay barrera ni obstáculo insuperables para el jinete que monta un buen caballo, pero ellos hablan probado el filo de sus sables en las Coimas, los españoles eran maturrangos, y esta última consideración los hacía aguardar con indiferencia el próximo combate. Los negros del 7 y del 8 dirigían con horror sus inquietas miradas sobre las cúpulas nevadas de la cordillera, que tenían a sus espaldas, en donde el frío habla martirizado sus constituciones africanas, y en donde el cabo de guardia había sorprendido al centinela de los puestos avanzados que no respondía al ¡alerta! ,¡Muerto en su puesto, parado, con el fusil al brazo, y endurecido por el hielo que le había penetrado en las entrañas y suspendido el movimiento de la sangre! Mas sabían porque así se lo repetían sus jefes, que todo negro que cayese prisionero en poder de los españoles, sería transportado a Lima y vendido para los ingenios de azúcar, y esta sola idea les volvía todo su feroz y brutal coraje. En cuanto a nosotros, oficiales subalternos, nos comunicábamos al oído algunos rumores alarmantes que circulaban, y nos animábamos en voz alta con noticias favorables, deleitándonos con la esperanza de ver pronto a nuestras familias y entrar en Santiago, en este Santiago, que la ausencia y los acontecimientos hablan hecho tan querido para nosotros.
La noche del 11 de febrero fue larga, como son largas siempre las noches que preceden a un día que ha de influir poderosamente en nuestra suerte futura. Las diucas del campo, estas aves chilenas cuyo canto matinal y vivificante no habíamos oído en nuestro largo destierro, nos anunciaron al fin la proximidad de la mañana del 12 de febrero; y entre los preparativos del combate, vimos asomarse brillante por entre los picos nevados de los Andes, el sol que iba a ser testigo impasible de nuestra lucha. Los españoles que ocupaban la cumbre de la cuesta, se replegaron al oír sonar la marcha de nuestros tambores. Trepábamos con entusiasmo, reprimiendo el cansancio que nos ocasionaba el ascenso, y alargando el cuello para ver desde su cumbre el valle de Chacabuco, la cuesta de Colina, e imaginarnos, ya que no pudiéramos verlo, aquel Santiago objeto de tantos recuerdos y de tantas esperanzas. Pero ¡ay! dos filas negras de soldados españoles, ligadas por un parque de artillería y erizadas de fusiles, en que vibraban los rayos del sol, y a su izquierda una extensa línea de caballería, dejaron bien pronto como enclavadas nuestras miradas en el sitio que ocupaban. Un momento después, el general O'Higgins estaba en presencia del enemigo; los granaderos a caballo, mandados por el valiente Zapiola, habían ido a arrostrar en vano la metralla del enemigo, no pudiendo salvar el barranco que hacía inaccesibles sus posiciones. Crámer, que había volado con el 8 a sostener la caballería, y Conde con el 7, se hallaron muy luego comprometidos en la refriega. Un momento vaciló el 8; las balas enemigas lo diezmaban, y el general Soler y el bravo Las Heras, que debían flanquear las posiciones enemigas por un circuito ignorado del enemigo, no aparecían aún. ¡Momento de angustia y de excitación para quienes podíamos observar, en medio de los estampidos del cañón, el fuego graneado, las bocanadas de humo que se elevaban de todas partes, y los gritos de nuestros jefes que dirigían las maniobras, restablecían el orden y nos animaban al combate! En fin, en medio de tanto estruendo, vimos cargar a los granaderos a caballo; nuestros jefes gritaron ¡de frente! y mil voces confusas, ¡El general Soler! ¡Se mueven! ¡Disparan! ... ¡Ah, qué momento! ¡Qué nueva vida! Los granaderos lo arrollaron todo, y el camino de Santiago se presenta libre, aunque sembrado de moribundos y cadáveres. La defensa de las casas de Chacabuco no sirvió sino para hacer más sangrienta una escena, sin esto demasiado gloriosa. Efectivamente, ochocientos prisioneros, setecientos muertos, banderas españolas, bagajes, artillería, y el 14 pisando, en fin, el puente de Santiago en triunfo, llenos de sangre, polvos y andrajos! ...
¿Qué nos queda mientras tanto de tanta gloria? Tendamos la vista sobre esta época presente, aquí y en otros puntos de América. Escuchemos los juicios de esta generación ingrata que nos ha sucedido, y extrañado como instrumentos gastados e inútiles; oidla en sus odios, que no turba ya el temor de los enemigos, que nosotros destruimos, para que ella se folgase tranquila; oídla echarnos en cara nuestros desaciertos, y los crímenes de algunos, como si debiéramos haber sido en todo superiores a la época en que nos tocó figurar; como si el régimen colonial en que fuimos criados, y la ignorancia y abyección de nuestros padres, nos hubiesen dejado sólo virtudes; como si hubiese sido posible desarraigar el respeto servil a nuestros tiranos sin violencia; como si las pasiones pudiesen ser tenidas siempre a raya; y como si las grandes revoluciones pudiesen completarse sin sangre, sin violencia, sin extorsiones y aún sin crímenes! ¡Vedla hacerse olvidadiza de nuestras largas fatigas, y de nuestros esfuerzos para hacerla independiente y poderosa! ¡Hombres sin patriotismo y sin indulgencia! ¡Un día los que lidiamos juntos en Chacabuco y en otros lugares tan gloriosos corno éste; un día el extranjero, porque vosotros no sois capaces, vendrá a recoger los inmortales documentos de nuestras gloriosas hazañas, y desechará con desprecio vuestro abultado catálogo de recriminaciones, sólo dignas de figurar en la historia, como un aviso de que eran hombres los que tales cosas y tan grandes hicieron! Un día el viajero que pase la famosa cuesta, verá asociados en el mármol, los nombres de O'Higgins y Prieto, Las Heras y Bulnes, Lavalle y San Martín, Necochea y Soler, y tantos otros patriotas ilustres, cuyos nombres os han de sobrevivir, mientras que vosotros pasaréis obscuros, sin que nada de grande haga olvidar vuestras miserias de partido, vuestra ingratitud y vuestro egoísmo. Los peruanos recuerdan sólo las extorsiones del ejército libertador, y ni las frías formas de la gratitud afectan por nuestros pasados esfuerzos, mientras que nosotros, como si una nación generosa fuese responsable de los desvaríos y pasiones de sus generales, estamos viendo a la desgraciada República Argentina, nuestra antigua amiga, sucumbir despedazada por la guerra civil. ¡Lucha horrorosa y eterna! ¿No habrá de llegar un día de confraternidad, de olvido y de rehabilitación para todos? ¿La tumba sólo podrá reunirnos?
Si hubiéramos de buscar todos nuestros compañeros de armas de aquel glorioso día; si resucitadas las simpatías que entonces nos unieron, quisiésemos estrecharnos entre nuestros brazos, cuántas desgracias nos contaríamos, cuántas heridas no sangrarían de nuevo, cuántas lágrimas no verteríamos, al ver nuestros destinos tan contrarios cuan contados los felices, y tantos tan intolerables, tan despiadados! ¡Deseo inútil, empero! ¡Ilusión engañosa! Toda la América está sembrada de gloriosos campeones de Chacabuco. Unos han sucumbido en el cadalso; el destierro o el extrañamiento de la patria ha dejado a los otros; la miseria envilece y degrada a muchos; el crimen ha manchado las bellas páginas de la historia de algunos; tal sale de su largo reposo y sucumbe para salvar la patria de un tirano horroroso; y cual otro, lucha casi sin fruto contra el colosal poder de un suspicaz déspota que ha jurado exterminio a todo soldado de la guerra de la independencia, porque él no oyó nunca silbar las balas españolas, porque su nombre oscuro, su nombre de ayer, no está asociado a los inmortales nombres de los que se ilustraron en Chacabuco, Maipú, Tucumán, Callao, Talcahuano, Junin y Ayacucho! ¡Felices, en extremo felices algunos, si gozando de la estimación de sus conciudadanos, desempeñan destinos honrosos o dirigen con acierto el timón del estado; felices en extremo, los que en el seno de sus familias Llevan una vida obscura, pero sin alarmas; felices, mil veces felices, los que puedan volver sus miradas sobre lo pasado, sin desear ver borrado un día deshonroso de la historia de su vida!11 de febrero de 1841).
Mientras la prensa guarda un criminal silencio sobre nuestros hechos históricos, y mientras se levanta esta generación que no comprende lo que importan para Chile estas salvas y estas banderas que decoran el 12 de febrero, nosotros, cada vez que pase por nuestras cabezas el sol de este augusto día, lo saludaremos con veneración religiosa, y deplorando la suerte que ha cabido a tantos patriotas, cualquiera que sea el país o el color político a que pertenezcan, elevaremos nuestros votos al cielo por que en los cansados días de su vejez, hallen un pan que no esté amasado con lágrimas para su alimento, el abrigo del techo de sus padres y las bendiciones y respeto de sus compatriotas.
Un Teniente de Artillería en Chacabuco.
(El Mercurio, de 1841
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